Biografía (1)

Carlos López Cortezo nació en Montevideo el 15 de enero de 1942. Hijo del pintor Luis López Escoriaza y de Carmen Cortezo (hermana del pintor y figurinista Vitín Cortezo), pasó sus tres primeros años en el "paisito". En  1945 la familia regresó a su domicilio de Madrid, en la castiza calle de Señores de Luzón, y Carlos cursó sus primeros años de estudios en el Liceo Francés. En esta primera infancia madrileña surge su amistad con el pintor y diseñador Alberto Corazón, que durará toda su vida.

En 1952, cuando tenía diez años, su familia se traslada a Roma, pues su padre comienza a trabajar en la FAO como funcionario de las Naciones Unidas. Allí Carlos se reencontrará con su gran amigo, el que después sería el escritor Alberto Méndez, con quien compartirá la felicidad de esos años romanos:

 

Carlos López Cortezo (derecha) con su hermana Ana en Montevideo

"Conocí a Alberto siendo niños los dos, en el año cuarenta y nueve o cincuenta, en la casa que sus padres, amigos de mi familia, tenían en la madrileña calle de Alcalá. Se celebraba una primera comunión, no sé si la suya o la de algún hermano o primo. Le recuerdo como un niño muy alegre, hablador y vivaz, que se esforzaba en vencer mi retraimiento y timidez. [...] Ninguno de los dos sospechábamos entonces que pocos años más tarde nos íbamos a volver a encontrar muy lejos de aquel Madrid desolado hasta los tuétanos por esa derrota que con tanto dolor y piedad describe en las páginas de su libro. Este segundo encuentro, ya definitivo, tuvo lugar en la Roma liberada del fascismo, llena de luz, città aperta amorosamente a nuestros sueños adolescentes: una ciudad que nos marcó y nos unió a los dos para siempre, y a la que nunca más ni pudimos ni quisimos renunciar. [...] El entonces incipiente colegio español de Roma en el que estudiamos estaba instalado en la Casa Central de las Teresianas del Padre Poveda, al inicio de via Cornelio Celso, en una antigua villa de estilo liberty que había pertenecido a Ettore Ximenes (Villa Ximenes), un ilustre escultor palermitano de mediados del XIX y principios del XX (1855-1926). El centro del edificio lo constituía el inmenso atelier del artista, repleto aún de sus enormes y blancas estatuas. A este amplio y luminoso espacio se abrían las escasas aulas donde un exiguo grupo de chicos y chicas de la colonia española y latinoamericana recibíamos una educación que a pesar de ser confesional era compatible con nuestra libertad de expresión -y de pensamiento-, y en la que nunca figuró esa nefasta materia, obligatoria en España incluso en la universidad, llamada Formación del Espíritu Nacional: pura retórica y adoctrinamiento fascista. Posteriormente, cuando estudiamos Preu, las Teresianas trasladaron el colegio a un chalet con jardín de via Barnaba Oriani, una quasi paralela de viale Parioli. Recuerdo que en el recreo salíamos a fumar (clandestinamente) a la calle, donde en ocasiones veíamos entrar o salir del chalet contiguo a Vittorio de Sica, embutido en su emblemático abrigo de pelo de camello. Los días que teníamos algo de dinero, de regreso a casa, nos deteníamos en la desafortunadamente desaparecida rosticceria de viale Parioli para tomarnos un calzone frito y un vaso de vino. [...] Cuando Alberto vino a Roma a quedarse, sus padres –para mí y mis hermanos, el tío Pepe y la tía María Nieves– ya se habían trasladado de su primera casa de via Monte Parioli a la definitiva de via Alberto Caroncini, en el mismo barrio de Parioli: una planta baja muy grande y luminosa, con varios accesos a un cuidado y arbolado jardín privado". 

Carlos López Cortezo y Alberto Méndez, durante su adolescencia en Roma.

"Muy importante para la formación literaria de Alberto fue la gran biblioteca de su admirado padre, infatigable lector y traductor, que cubría las paredes de su despacho, invadiendo también otras habitaciones de la casa. Entre sus variadas lecturas, me parece importante destacar las relativas a la novela española de los años 50, en especial Delibes, Cela o Carmen Martín Gaite, aunque también de clásicos como Platón, o incluso de Washington Irving, que había sido traducido por su padre. Leíamos por aquel entonces mucho a Dostoyevski y otros autores rusos. Por extraño que parezca, nada de literatura italiana, en la que nos iniciamos ya en la Universidad de Madrid. Vivíamos a cinco minutos escasos el uno del otro, un trayecto que tanto él como yo recorríamos varias veces al día para vernos. A mitad del camino había un lugar emblemático para ambos, Piazzale delle Muse, asomando su amplia balconada al transcurrir sereno del Tíber por la campiña romana. En ese espacio abierto a un horizonte infinito forjamos nuestra amistad. Íbamos juntos al colegio; después de comer, a la hora del café, nos veíamos de nuevo en mi casa o en la suya; salíamos por la tarde, después de estudiar, y todo ello sin dejar de hablar, de comentar nuestras lecturas, de oír música, de enamorarnos de las chicas de turno, de patearnos las calles del barrio una y otra vez hasta llegada la noche. La libertad para nosotros no era un sueño: la vivíamos muy conscientes de que la estábamos respirando a cada instante del día. Nuestro único temor era que alguna vez la pudiéramos perder: ambos presentíamos que nuestra madurez inevitablemente estaría ligada al regreso −afortunadamente aún lejano− a la España fascista. En ese ambiente, iluminado de belleza y libertad, transcurrió nuestra etapa adolescente, alcanzando nuestra amistad una profundidad y resistencia que el tiempo, a pesar de haber vivido largos tramos de nuestras vidas sin vernos, nunca pudo ni podrá vencer. Nos llegamos a convertir en lo que los italianos llaman expresivamente amici per la pelle".

Carlos López Cortezo y Alberto Méndez haciendo camping en Terracina (Italia)

Portada del número 3 de la revista Tíber (diciembre de 1959)

"Todo ello explica que al cabo de los años, cada vez que nos veíamos, inevitablemente recordáramos aquella etapa dorada como nuestro particular paraíso terrenal, desmenuzándola en pequeños detalles y anécdotas que, a pesar de la lejanía, afloraban aún muy vivas a nuestra memoria. Como cuando un buen día (1959) decidimos hacer –y lo conseguimos– una revista literaria en la que publicar los cuentos y poemas que escribíamos y nos leíamos mutuamente. La titulamos Tíber, y compartimos sus páginas con su hermano Juan Antonio y sus amigos de San Sebastián. Fue nuestra primera experiencia con los clichés encerados y con esa prehistórica impresora llamada ciclostil, a la que la propaganda antifascista deberá estar siempre agradecida por sus humildes y clandestinos servicios. En sus páginas publicó sus primeros cuentos y poemas. Eran nuestros últimos años romanos. Luego sucedió lo inevitable: el regreso a España en el verano del año sesenta, dejando atrás lo que Alberto, en una de nuestras postreras veladas nostálgicas, identificó con “la felicidad plena”, un Edén que habíamos compartido y del que no nos sentíamos del todo expulsados".

Así recordaba Carlos Piera en "Nosotros desde lo trágico" (Los girasoles ciegos de Alberto Méndez, diez años después, 2015) cómo conoció a Carlos López Cortezo y a Alberto Méndez  en octubre de 1960:

"Estábamos en primero de Filosofía y Letras de la entonces Universidad de Madrid. Yo contaba con que aquella facultad fuera mediocre, pero ya había advertido que era grotesca. Un día, en el banco que estaba detrás del mío, dos compañeros hablaban de Hiroshima mon amour, película que, ni que decir tiene, no se había estrenado en España. Aquel indicio de internacionalismo vanguardista me hizo volverme asombrado y conocer así a Alberto Méndez y Carlos López Cortezo, que, aparte de haber averiguado bastantes cosas por su cuenta, habían estudiado en Roma".

Intervención de Carlos López Cortezo en el Homenaje a Alberto Méndez que tuvo lugar en la Universidad de Zúrich el 6 de octubre de 2014.

"La ilusión de empezar nuestros estudios de Filosofía y Letras alivió un poco el desgarro de encontrarnos de pronto inmersos en la España franquista, tan diferente de la Roma que habíamos dejado. Comenzamos la carrera en el curso 1960-61, en la facultad de Filosofía y Letras de la Complutense. Los dos primeros cursos, que entonces eran de Estudios Comunes, fueron muy intensos en lo que respecta a nuestras actividades extra-académicas. El nuestro fue un curso brillante si se considera que en nuestro grupo de amigos y compañeros figuraban el lingüista Víctor Sánchez de Zavala, el poeta y lingüista Carlos Piera, la novelista Lourdes Ortiz, el editor y poeta Jesús Munárriz, el cantautor Chicho Sánchez Ferlosio (con el que habíamos tenido un encuentro casual el año anterior en Roma, en la Piazza San Silvestro), y el futuro director de cine Manuel Gutiérrez Aragón (Manolo), por citar algunos de los más conocidos. A estos nombres hay que añadir el de Julio Ferrer Mariné (Julito para todos), que tuvo que exiliarse en 1963 o 64, y que actualmente es un importante entomólogo y pintor en Estocolmo, y el del entrañable amigo e historiador Fernando Reigosa. Fueron años intensos, en los que el movimiento estudiantil, después de la etapa de inactividad que siguió a los graves sucesos de 1956, comenzaba a despertar de nuevo con todavía minoritarias manifestaciones, muchas de ellas iniciadas en el bar de nuestra facultad al calor de las canciones de Chicho, entre ellas la después famosa de Los dos gallos. Era la época de la gran huelga minera de Asturias (1962). En la primavera de ese mismo año se produjo un acontecimiento teatral importante que merece la pena recordar aquí: el dramaturgo Lauro Olmo, a pesar de los problemas con la censura franquista, logra estrenar con mucho éxito La camisa en el Teatro Goya. La dirige el prestigioso Alberto González Vergel; pero lo que suele pasar desapercibido, quizás por ser entonces un desconocido estudiante de Filosofía y Letras, es que el Ayudante de dirección fue Alberto Méndez, quien ante la necesidad de contratar figurantes, no dudó en cubrir las plazas con sus amigos, entre los que, además de un servidor, que salía a escena tocando el tambor, recuerdo a Manolo Gutiérrez Aragón y a un entonces todavía izquierdista Fernando Sánchez Dragó” (Carlos López Cortezo, “Mis recuerdos con Alberto”, Los girasoles ciegos diez años después, Madrid, Antonio Machado, 2015).

En 1961, a través de Carlos Piera, Carlos López Cortezo conoce a la que será su compañera de vida, Pura Guil. También en esta época expondrá sus cuadros y dibujos en el Bar Farras, junto con Agustín Boyer y Jesús Munárriz. Colaboró con la editorial ZYX -denominada así como contrapunto del diario ABC- escribiendo Miguel Bakunin (Apuntes biográficos), que se publicó en 1966, fue ampliamente podado por la censura franquista y que, sin embargo, cuenta en su haber con el mérito de ser la primera biografía de Bakunin de posguerra. Imparte, junto a Pura, clases de primaria en el colegio Zinnias del barrio de Tetuán (Madrid), en cuya fundación participaron: se trataba de un voluntariado que se proponía educar y alfabetizar a niños y adultos en una zona entonces económicamente deprimida.

Durante estas décadas y hasta los años ochenta, se dedica intensamente a escribir poesía y a pintar. Sus cuadros son mayoritariamente de carácter abstracto, sobre lienzo o sobre tabla, al óleo o acrílico.

En 1965, sin haber terminado sus estudios, comienza a trabajar como bibliotecario en la hemeroteca de la OCHSA.

En 1966, Carlos López Cortezo y Pura Guil se casan en Madrid. En 1967 nace su hijo David y en 1968, su hija Itzíar.

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